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nuria
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Plantas que viven del aire, mimosas y jirafas

Capítulo 8, Parte II de mi novela “El Sueño de Anami” (Incompleto)

Se sentó bajo una hermosa mimosa a punto de florecer, bebió confiada el poco agua que la quedaba, comió cinco dátiles, desnudó sus doloridos y recalentados pies llenos de ampollas mojándoselos con un poco de saliva que pudo segregar y se tumbó a descansar. Quería estar más o menos fresca antes de proseguir su camino y caminar más.

Con atención, mejor sentimiento y ya refrescada aunque no descansada bajo los fragantes árboles cuyas pequeñas flores pomposas y amarillas estaban a punto de abrirse, Anami acarició una rama de estas pequeñas, plumosas, bipinnadas (doblemente ramificadas) y sensitivas hojas verdes las cuales, al contacto, inmediatamente se cerraron, replegándose y contrayéndose como si estuviesen marchitas. Tal fenómeno siempre le había maravillado a Anami, incluso cuando era Gonu y trataba cruelmente a estos seres.

Anami recordó una vez más las historias escuchadas sobre estos árboles que a su vez tenían flores bisexuales y unisexuales amarillas, naranjas o púrpuras.

Anami siempre creyó que eran fantasías, historias para cachorros y hasta entonces, jamás había podido comprender por qué su abuela siempre le había contado historias a su hermana también, en vez de rechazarla o repudiarla como solían hacer los demás adultos al avergonzarse de ella. Ahora, comenzaba a comprender aunque todavía no tenía la última pieza del puzzle. Pero lo que sí comenzaba a sospechar era que el grado de tolerancia de su abuela había sido mucho mayor a los de los otros Gonus posiblemente porque aquellas historias que les contaban de cachorros habrían sido experiencias suyas reales.

Y la historia que más le gustó a Anami y ya contó antes en nuestra historia, fue aquella en que había unos extraños seres de cuatro patas que llegaban a medir incluso más de cinco metros, siendo sus cuellos de casi dos metros de largo, con unas cabezas muy pequeñas para tan gran tamaño corporal, con dos o cuatro cuernos romos y cubiertos de piel, unos inquietos y simpáticos ojos negros y una piel peluda con manchas de color oscuro sobre un fondo color crema para poderse camuflar en los terrenos en los que habitan.

Estos extraños seres no tenían sólo su cuello como algo muy peculiar, sino también su muy flexible lengua, la cual llegaba a medir hasta cuarenta centímetros de longitud. Ésta, junto con el labio superior de la boca, la utilizaban para arrancar las hojas más altas de árboles como los que ahora la estaban dando sombra: las acacias.

Estos animales podían pasar más de un mes sin beber y las pocas veces que lo hacían, tenían que separar mucho las patas delanteras para poder llegar con su largo cuello al agua mientras se turnaban para vigilar la posible presencia de depredadores, al igual que hacían con el cuidado de sus crías, teniendo una guardería en cada grupo de ellas.

Cuando uno de estos extraños seres se arrimaba a una acacia y estirando su largo cuello comía de sus hojas frescas y tiernas, el árbol segregaba inmediatamente una señal bioquímica para comunicarse con sus semejantes los cuales, al percibirla, segregaban inmediatamente un tóxico en su savia de tal modo que se volvían incomestibles para esos seres de largo cuello, a los que no les quedaba más remedio que tener que buscar otro lugar para comer balanceando su cuello mientras andaban como si fuesen a cámara lenta mientras que en realidad llegaban a alcanzar los cincuenta y seis kilómetros por hora.

¡Cuánto le gustaría ahora a Anami poder ir sobre el lomo de alguno de esos seres de largo cuello sin tener que quemarse los pies ni andar tanto!

De siempre, a Anami la había gustado mucho fantasearse situaciones bonitas como esa, aunque nunca o casi nunca llegaban a realizarse en su vida pero… ¿Quién sabe? Durante este largo viaje aún sin terminar, había descubierto que el mundo y las posibilidades que éste ofrecía eran muchísimo más de lo que había creído y visto siempre.

- Waw. Cuánto sueño tengo. Por mí, me quedo a dormir aquí y mañana ya veré —Pensó— Aunque quizás sea algo arriesgado… Sigo sin saber dónde estoy ni qué hacer y desde luego, esto no tiene pinta de que por aquí vaya a haber algún Centro Sagrado.

Tal vez lo mejor sea esforzarme un poco más e indagar el lugar. Tal vez encuentre ayuda. Ya no me queda agua y buscar mañana por el día tal vez resulte mucho más difícil —Determinó—

Y así hizo. Tremendamente perezosa y desganada pero con mucha más energía y ánimo de con el que llegó, Anami se volvió a vendar sus llagados pies palmeados y ayudándose del hermoso, solidario y sensitivo árbol, se alzó y comenzó a caminar junto a la cordillera rocosa dirección al oeste. A medida que iba avanzando, los árboles iban siendo cada vez más y más numerosos y frondosos. De muchos de ellos colgaban barbas de españoles, unas plantas aéreas o, mejor dicho, epifitas. Éstas, sin ser parásitas ni tener raíces, se fijaban a las partes altas de los árboles para asegurarse la luz y la humedad, alimentándose de la humedad del aire y de las partículas de polvo. Ambas las absorbían a través de sus hojas especializadas en forma de largos filamentos gris amarillentos, los cuales se hallaban cubiertos de pequeñas escamas que se abrían o cerraban en función de la humedad o la sequedad.

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